53 días en la zona más gélida del mundo

El ingeniero industrial mallorquín Manuel Olivera narra en primera persona los entresijos de su expedición de 2.538 kilometros a lo largo de 53 días por la Antártida a bordo de unos trineos movidos por la fuerza del viento con una cometa.

Una travesía por un desierto helado e inhóspito amenizada con música y pódcast. “Vimos peligrar la expedición cuando se estropearon los hornillos, fundamentales para licuar agua para beber y cocinar” “Conducíamos el trineo dos personas en turnos de nueve horas”.

Trineo de viento

“En la Antártida, un continente de 14 millones de kilómetros cuadrados, unas 28 veces el tamaño de España y mayor que países como Canadá, EE UU y China, es el punto del planeta donde se han registrado las temperaturas más bajas del planeta. De 93,2 grados bajo cero, según mediciones realizadas por satélites, y de 89 grados bajo cero tomados con un termómetro físico sobre el terreno”.

Así comienza Manuel Olivera, un ingeniero industrial mallorquín que acaba de regresar de una expedición de 53 días por la Antártida, el relato de su periplo a bordo de un novedoso trineo movido por la fuerza del viento con el que recorrieron la nada desdeñable cifra de 2.538 kilómetros por el continente helado.

El vehículo en el que han cubierto esas largas extensiones nevadas, el Trineo de Viento, empezó a ser una idea en el cerebro de su creador, Ramón Larramendi, promotor de esta última expedición, hace 20 años. “En 1999 Ramón realizó, de la mano del programa Al filo de lo imposible, una expedición al Polo Norte. Era el único civil junto a tres militares y cuando la acabó, dijo que fue la experiencia más dura de su vida porque tuvo que tirar de su propio trineo. Ten en cuenta que transcurrió por el Océano Glacial Ártico que en invierno está congelado, pero que la capa de hielo se rompe a menudo creando pequeños muros de hielo que hay que sortear. Además, ¡encima se mueve! Y puede pasar que, mientras estés descansando de noche, la corriente vaya en dirección contraria a tu marcha y cuando te despiertes hayas desandado el camino realizado”, explica Olivera el motivo por el que Larramendi ideó un trineo que no tuviera que empujar.

En verano, a -40º

“Afortunadamente, la Antártida no se mueve. Aunque hace mucho frío. Y hemos ido en verano, cuando allí las medias son de unos 40 grados bajo cero. Ahora está comenzando el otoño y en invierno se alcanzarán los 80-90 bajo cero que te he comentado”, empieza el relato de la expedición Antártida Inexplorada 2018-2019.

Desde Ciudad del Cabo (Sudáfrica) la expedición –formada por Ignacio Oficialdegui e Hilo Moreno aparte de Larramendi y el narrador mallorquín– llegó en avión a la base de Novolazárevskaya, un aérodromo en la zona costera del continente gestionado por Rusia. Desde allí el grupo “charteó” un avión más pequeño dotado de patines para aterrizar en el punto de partida ubicado en la meseta antártica, a unos 300 kilómetros de distancia de la base y para llegar al cual había que sobrevolar una cordillera de tres mil metros de altitud.

La idea del trineo impulsado por cometas ha ido mejorando a lo largo de hasta nueve expediciones llevadas a cabo por su creador, siete de ellas por Groenlandia y otras dos en la Antártida. Manuel Olivera ha participado en dos de las primeras. “Se ha ido mejorando poco a poco. El reto más exigente tuvo lugar en 2016 cuando se realizó con cuatro trineos y seis personas”, revela Olivera.

En esta ocasión, el medio eólico contaba con tres trineos en los que transportaba a los cuatro expedicionarios y más de 2.000 kilos de equipamiento. “¿Perros de tiro? No, en la Antártida está prohibido entrar con animales externos desde los últimos 20 años. Además, el reto de la expedición era dar una vuelta completa volviendo al punto de partida en 55 días e impulsados tan solo por el viento, lo que resulta muy complicado ya . La ruta se trazó teniendo en cuenta los vientos dominantes y el plan era llegar hasta la estación meteorológica japonesa de Domo Fuji y regresar desde ella aprovechando la autopista de los vientos”, explica el mallorquín.

La distribución en los tres trineos era la siguiente: En el delantero, abierto por delante con una especie de porche, iba el conductor y un acompañante protegidos del viento que soplaba desde atrás. En el del medio se transportaba el material y en el de cola, en el que se había montado una tienda estable, se dormía, se cocinaba y se “socializaba” 6 horas al día.

“Conducíamos el trineo dos personas en turnos de 9 horas cada uno. Y las 6 horas restantes, socializábamos en la tienda del trineo de cola. Derretíamos hielo, hasta diez litros diarios para beber y cocinar la única comida caliente del día, y escuchábamos música y pódcast sobre personajes históricos. Recuerdo que los comentábamos y nos reímos mucho con el del marqués de Sade”, rememora Olivera la que fue su rutina en esa travesía a través de parajes monótonos sin vegetación ni vida.

Vida atrapada en la nieve

“No hay ni pesca ni caza. Durante la travesía recogíamos datos para detectar microorganismos que llegan por el aire, sabemos que hay vida atrapada en la nieve. Tomamos muestras e hicimos registros de los parámetros del viento. ¿Resultados científicos? Eso es cosa de ellos y desconozco cuándo publicarán algo. En mayo se hará la presentación oficial del viaje en Madrid”, concreta.

Pese a todo, la dieta que siguieron en esos días fue rica y variada. “Llevábamos hasta diez platos diferentes de comida liofilizada hechos a petición expresa nuestra por una empresa de un conocido. Se trata de comida que, una vez congelada, se deseca. Luego se cocina añadiéndole agua muy caliente y dejándola reposar. De esta manera mantiene todo su sabor. Así, comimos cocido, fabada, lentejas, bacalao, acelgas con jamón… platos que allí es imposible cocinar. El menú fue muy variado”, se regodea Olivera que, bromea, culpa en parte de esta comida rica y diversa al gusto por el buen comer del promotor de la aventura, el vasco Ramón Larramendi.

Filtrando agua

Entre los trances más difíciles de la aventura, el mallorquín cita cuando, en el punto más lejano del trayecto, “se nos empezaron a estropear los hornillos en cadena. Estaban obstruidos, al parecer por combustible contaminado. Llevábamos 6 y nos quedaron solo 2 útiles. Y son fundamentales para derretir el hielo para obtener agua para beber y cocinar. Además, nos encontrábamos en el punto más lejano del trayecto. En caso de habernos quedado con tan solo uno, hubiéramos tenido que pedir el rescate. Afortunadamente, conseguimos arreglar uno y ya con tres nos tranquilizamos”. También recuerda con angustia los inicios de la travesía en la que los flojos vientos les hicieron acumular un considerable retraso y temer que no podrían completar el itinerario previsto. “Finalmente, nos quedamos a un kilómetro del punto de partida”, admite.

Por último, entre los momentos más gratificantes del periplo, no duda en señalar el momento en que visitaron la Plateau Station, una histórica base de EE UU abandonada hace 50 años.

“Supuso cumplir un hito en la mitad del viaje, visitar el único sitio civilizado de esa zona. La base estaba enterrada en la nieve y, si afuera la temperatura era de treinta y tantos bajo cero, dentro de ella bajaría hasta los cincuenta. Me llamó mucho la atención el penetrante olor a gasoil que había pese a los años que lleva abandonada”, rememora. Concluye Olivera recordando también la frustración que le produjo no poder acercarse –la dirección del viento no lo permitió– a la base japonesa de Domo Fuji. Aunque se consuela: “No hubiéramos visto a nadie, ya se habían ido”.

Antártida: base Plateau.

“He inculcado a mis hijos el amor por la montaña”

Manuel Olivera

Manuel Olivera (Palma, 1963) se marchó de Mallorca a los 14 años.

Licenciado en Ingeniería Industrial por la Politécnica de Madrid, realizó un máster de Ingeniería Civil en la Universidad del Sur de California, en Los Angeles. Alpinista aficionado, llegó a ser instructor de escalada en roca en su época universitaria. “No lo he dejado nunca, aunque últimamente me gustaría hacer más cosas”, admite.

“Tengo tres hijos a los que he trasmitido mi amor por la montaña y practico con ellos el esquí de travesía (modalidad que cubre largas distancias subiendo y bajando montañas)”, continúa. “¿De qué estoy más orgulloso? Quizá de la ruta que abrimos en la pared de 900 metros de altitud conocida como La Esfinge en la Cordillera Blanca de los Andes peruanos. Solo llegar hasta ella resultó complicado. Dormir colgados de la pared, el mal tiempo… fue muy exigente”, recuerda el logro alcanzado en esta expedición que lideró. Aunque no tanto como desearía, de vez en cuando regresa a Palma donde vive su hermano. Y, como buen mallorquín, admite que ha conocido las otras islas del archipiélago, que antes no visitó, por trabajo y en los últimos años.

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